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El pasado martes 9 de septiembre la Fundación Príncipe de Asturias hacía público su veredicto, y nombraba a Boal Pueblo Ejemplar 2014. Tal y como establece la propia Fundación, este galardón se concede al “pueblo, aldea, núcleo de población, espacio paisajístico o grupo humano del Principado de Asturias que haya destacado de modo notable en la defensa y conservación de su entorno natural, ambiental, de su patrimonio histórico, cultural o artístico, en iniciativas de impulso económico y social o en la realización de obras comunales u otras manifestaciones de solidaridad sobresalientes” y, no cabe duda, de que Boal ha trabajado y trabaja muy duro en todas estas cuestiones.
Y es que el concejo de Boal es el sueño del turista más exigente, encerrando en sus fronteras mil y un lugares mágicos cobijados al amparo de siglos de historia. Lugares como esos túmulos bajo los que reposan nuestros ancestros, que buscaron el descanso eterno en enclaves tan bellos como Penouta o Penácaros. Porque aunque la vida en esta tierra se remonta a tiempos pretéritos, las huellas de ese pasado aún perduran en las pinturas rupestres de Cova del Demo o en las callejuelas serpenteantes del Castro de Pendia.
Ese Boal bañado con sangre celta y pasto de rebaños durante siglos, es hoy el anhelo de quienes desean viajar en el tiempo con cada paso. Un viaje casi tan largo como el que llevaron a cabo cientos de emigrantes boaleses, que partían rumbo a un destino incierto con la esperanza de regresar algún día. Muchos lo consiguieron, convirtiendo su pequeño Boal en un lugar de profundos contrastes entre la humildad de la vida rural, y el lujo de aquellos a los que la vida por fin les había sonreído. No es de extrañar que la localidad se haya ganado el apelativo de “sueño indiano”, pues basta con echar un vistazo a vuela pluma para darse cuenta de la gran concentración de joyas arquitectónicas con las que cuenta. No en vano, en menos de dos kilómetros, podemos contabilizar hasta 18 construcciones fruto del dinero indiano.
Tanto es así, que con sólo atravesar Boal por la carretera general podemos encontrar mansiones con el aire solemne de El Zanco, Casa Sanzo, Villa Damiana o Quinta Modesta, preciosas creaciones de ensueño como Villa María o Villa Anita, o construcciones modestas pero imponentes como la Fonda La Paca, recordada siempre por su maestría en los fogones.
No obstante, y a pesar de la larga lista de bellísimas viviendas que dan brillo y distinción a la localidad, el mayor legado que ha dejado la comunidad indiana en el municipio tiene forma de escuela.
El 22 de noviembre de 1911, se fundaba en La Habana la Sociedad de Instrucción de Naturales del Concejo de Boal, cuyo propósito sería llevar a cabo una serie de proyectos de mejora de su municipio natal, a través de las aportaciones de los emigrantes boaleses en las Américas. Conscientes de la dura realidad que habían dejado atrás, y de las dificultades añadidas que da la ausencia de educación, el más ambicioso proyecto de la Sociedad consistiría en conseguir que ningún niño se quedase sin poder ir a la escuela. Por eso, construyeron una en cada pueblo del concejo, siendo las Escuelas Graduadas de Boal su buque insignia. Un precioso edificio que ha visto y sigue viendo crecer a generaciones enteras de boaleses, y en cuyos muros se encierra una historia que va más allá de la educación, pues en tiempos de guerra también fue hospital.
Hoy día, algunos de los boaleses más veteranos recuerdan con nostalgia cómo su pueblo trabajaba con ahínco para poner en pie tan valiosas obras. Un pueblo cuyas gentes se han mantenido unidas a pesar de la distancia, y que lucha día a día para mantener vivo ese recuerdo. Y si de recuerdos se trata, echamos la vista atrás para contemplar ese Boal que alcanzó su mayor pico de población gracias a su actividad minera, pues bajo la majestuosidad de la Sierra de Penouta se escondía valioso wolframio. Los restos de los lavaderos de la mina, aún continúan librando su batalla contra el tiempo como esos arriesgados pilotos que año a año se dan cita para participar en el Rally Villa de Boal y en la Subida de Castrillón. Y es que, ya sea subidos en un coche, o con un balón entre los pies, Boal contempla con orgullo cómo sus deportistas sitúan su nombre en lo más alto.
Hablar de Boal es hablar de tradición y belleza con sabor a miel, ese manjar al que se rinde homenaje cada principio de noviembre a través de una Feria de la Miel que endulza el otoño en el occidente asturiano, y que comparte protagonismo con el Mercado Tradicional que inunda la calle de puestos allá por julio... ¿podríamos necesitar más razones para visitarlo?